Alejandro Bustillo figura en la primera
línea de los artífices que han revolucionado últimamente la
arquitectura de nuestras ciudades, villas y poblaciones campestres.
Bien sé que no aceptaría él sin objeciones el verbo “revolucionar”
aplicado a las cosas del arte; por lo cual, y fiel a las ideas que
comparto con Bustillo, me apresuraré a decir que no doy a ese verbo
su corriente sentido iconoclasta, sino aquel otro, infinitamente más
profundo, mediante el cual entendemos que toda revolución no es en
última instancia otra cosa que una restitución o una restauración.
¿Restitución de qué? ¿Restauración de qué? Voy a intentar una
respuesta.
Sabido es que todo arte se funda en
ciertos principios necesarios y en ciertas leyes inmutables que lo
determinan como tal, que condicionan su esencia y que no deben ser
alterados o desconocidos por el artista. Desconocer o alterar esos
principios esenciales vale tanto como destruir el arte mismo
al vulnerarlo en su razón de ser y en sus raíces ontológicas.
Podemos afirmar que según se acate o no esos principios necesarios,
el arte de una época estará vivo o muerto. Y bien mirada, ¿qué es
la Historia del Arte sino una sucesión de días y de noches
artísticos? Ahora bien, cuando por olvidar su esencia tal o cual
arte ha conocido un estado nocturno, se inicia de pronto una era
revolucionaria cuyo primer movimiento es justicieramente destructor;
le sigue una fase constructiva en la cual, deseando restituir al arte
lo auténtico y lo vivo que le faltaba, se formulan cien estéticas
aparentemente distintas, que combaten entre sí, que se disputan el
mérito de la novedad o la invención y que, en algunos momentos,
parece crear una confusión babélica en el idioma del arte; pero
cuando la revolución ha concluido y recoge sus frutos, no es difícil
advertir que lo que realmente se ha logrado es devolverle al arte sus
principios eternos, su esencia inmutable y su frescura original.
Aquella revolución se ha resuelto, al fin, en una simple restitución
de valores y en una restauración del arte conforme a la esencia
restituida.
La Arquitectura no ha escapado
ciertamente a la voluntad restauradora que actuó sobre las artes en
el primer cuarto de siglo: la aparente dualidad de la arquitectura,
manifestada en su doble aspecto de lo útil y lo hermoso,
no tardó en solicitar el análisis de los nuevos estetas. Cierto es
que urgía revalorar su esencia pragmática, por la cual el viejo
arte necesita construir la morada del hombre según el cuerpo del
hombre; pero no era menos urgente restituirle su esencia espiritual,
que le obliga, como arte, a edificar la morada del hombre según el
alma del hombre. Una severa crítica de lo que se daba entonces por
arquitectura reveló al mismo tiempo dos errores fundamentales: por
un lado lo útil arquitectónico era sacrificado a lo estético: por
le otro lo estético mismo se limitaba, ¡difícil es olvidarlo! a
una fría e inútil retórica de ornamentación.
Previsible fue la reacción de los
arquitectos innovadores: la esencia pragmática de la arquitectura,
que tan largamente se había olvidado, recobró todo su prestigio y
hasta logró que lo estético fuera sacrificado en sus aras por
oficiantes llenos de ardor. Estos últimos resolvían al fin, y por
eliminación de uno de sus términos, el dualismo de lo bello y lo
útil en la arquitectura, sin advertir que con ello le robaban la del
arte para convertirla en una técnica más entre las técnicas;
otros, con mayores inquietudes, acabaron por creer que logrando lo
útil, se lograba al mismo tiempo lo hermoso, como si la belleza,
dejando de ser “esplendor de los verdadero”, según querían los
platónicos, se hubiese convertido por arte de magia en el “esplendor
de lo útil”.
Ha terminado ya la fase revolucionaria
del movimiento: la fase crítica, destructora y animadora. Pero
subsiste aún el conflicto entre los dos términos de la dualidad, y
los artistas dignos de tal nombre lo resuelven hoy a su manera. Sin
embargo, y desgraciadamente, no son muchos los arquitectos que, como
Alejandro Bustillo, poseen todas las virtudes necesarias al
renacimiento de un arte tan difícil: en primer lugar, aquella segura
intuición de lo bello, que será su piedra de toque ante lo
verdadero y lo falso y que lo hará salir triunfante de todos los
equívocos, en una época en que los equívocos abundan; luego su
facultad analítica, rápida, aguda, que controlará, si es
necesario, el vuelo de la inspiración, bien que sin alterarlo ni
disminuirlo; y al fin, aquella virtud operativa revelada en “ la
mano que no tiembla”, según la quería Dante para el artífice
verdadero; y todo aquello sostenido y corroborado por una cultura
universal, que lo hace vivir en presencia de los grandes maestros y
escuchar el sonido de sus voces eternas. Ciertamente no confundirá
Bustillo las esencias de su arte ni los dos términos de la dualidad
arquitectónica: lo útil y lo bello; porque su intuición de la
hermosura le hace sorprender a menudo lo bello en lo inútil y lo
útil en lo no bello, y porque sabe que la delimitación de ambas
categorías ha sido trazada ya definitivamente por los maestros
antiguos desde Platón a Santo Tomás. Bustillo nos dirá luego que
la dualidad arquitectónica (útil y bello) tiene su origen en la
misma dualidad del hombre (cuerpo y alma), y que la arquitectura debe
servir al cuerpo según lo útil y al alma según lo bello. ¿Cómo
podría lograrlo?....
Leopoldo Marechal.
Alejandro Bustillo - Presentación por Leopoldo Marechal. 1944
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