Sobre la Gracia y la Dignidad (extracto)


¿Pués qué tendría por sí misma de tan agradable una insignificante flor, una fuente, una piedra cubierta de musgo, el piar de los pájaros, el zumbido de las abejas...? ¿Qué es lo que podría hacerlos hasta dignos de nuestro amor? No son esos objetos mismos, es una idea representada por los objetos lo que amamos en ellos, la serena vida creadora, el silencioso obrar por sí solo, la existencia según leyes propias, la necesidad interior.
Son lo que nosotros fuimos; son lo que debemos volver a ser. Hemos sido naturaleza, como ellos, y nuestra cultura debe volvernos, por el camino de la razón y de la libertad, a la naturaleza. Al mismo tiempo son, pues, representaciones de nuestra infancia perdida, hacia la cual conservamos eternamente el más entrañable cariño; por eso nos llenan de cierta melancolía. Son a la vez representaciones de nuestra suprema perfección en el mundo ideal; por eso nos conmueven de sublime manera.
Pero su perfección no es mérito suyo, porque no es obra de su libre albedrío. Nos conceden, pues, el peculiarísimo placer de que sean nuestros modelos sin humillarnos. Manifestación permanente de la divinidad, están en torno nuestro, pero más bien confortándonos que deslumbrándonos. Lo que determina su carácter es precisamente lo que le falta al nuestro para alcanzar su perfección; lo que nos distingue de ellos es precisamente lo que a su vez les falta a ellos para alcanzar la divinidad. Nosotros somos libres, y ellos determinados; nosotros variamos, ellos permanecen idénticos. Pero sólo cuando lo uno y lo otro se unen -cuando la voluntad obedece libremente a la ley de la necesidad, y la razón hace valer su norma a través de todos los cambios de la fantasía- es cuando surge lo divino o el ideal. Así, siempre vemos en ellos aquello de que carecemos, pero por lo que somos impulsados a luchar, y a lo cual, aunque nunca lo alcancemos, debemos esperar acercarnos, sin embargo, en progreso infinito.
Vemos en nosotros una ventaja que a ellos les falta, y de la cual no pueden participar nunca (así es el caso de los irracionales) o a lo sumo (como en el caso de los niños) no de otro modo que siguiendo nuestro propio camino. Nos procuran por lo tanto el más dulce goce de nuestra humanidad como idea, aunque a la vez deben necesariamente humillarnos si consideramos nuestra humanidad en una situación determinada.
Como este interés por la naturaleza se funda en una idea, sólo puede manifestarse en espíritus que sean sensibles a las ideas, esto es, en espíritus morales. La gran mayoría de los hombres no hacen más que fingirlo, y la difusión de este gusto sentimental en nuestra época -que se traduce, particularmente desde la aparición de cierta literatura, en viajes sentimentales, jardines y paseos amanerados, y otras aficiones de ese género- no prueba de ningún modo la difusión de esa forma de sensibilidad. Sin embargo, la naturaleza manifestará siempre algo de este afecto aun sobre el más insensible, porque ya basta para ello la propensión hacia lo moral, común a todos los hombres, y porque todos somos impulsados hacia esa meta en la idea, por más alejados que nuestros hechos estén de la sencillez y verdad de la naturaleza.


Friedrich (von) Schiller
Sobre la gracia y la dignidad. 1793. extracto
Anmut und Würde (1793)


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